"No hay espinas que matan"

Yo llevo en el alma una amargura, empieza cantando Claudia de Colombia apenas he pasado la ciudad de Cuenca, como si adivinara el nudo que me aprieta el pecho. Cuando dice: “dolorosa espina que me mata”, siento que pone el dedo en la llaga. Decido cambiar de emisora antes de que falle el auto control y se me pongan los ojos aguados. Paso por Lizandro Meza, Cruks en Karnak, y Soda Estéreo, todo duele igual. ¡Pare de sufrir!, me digo en voz alta y apago la radio. Por el retrovisor, mi acompañante: Rodríguez, un bóxer cachorro, me mira ladeando la cabeza como hacen todos los perros cuando ven algo raro.  Procuro poner la mente en blanco y concentrarme solo en lo que ven mis ojos. Las extensas zonas cultivadas en varios tonos de verde, las nubes blanquísimas con impecable fondo celeste, me recuerdan que hay otro color aparte del gris que he estado empeñada en ver últimamente. La carretera de concreto es magnífica, tan amplia y lisa que casi extraño los baches. Veo gente sonriendo, una valla anuncia que la parroquia de Cumbe ya tiene agua potable, quiero creer que después de todo hay cosas que si funcionan, que es posible enmendar el rumbo. Hago esfuerzo por convencerme de que el buen clima, un carro todo terreno y la discreta compañía de Rodríguez son mas que suficientes para disfrutar de este escape improvisado. Es la primera vez que me aventuro por estas latitudes, mi meta es simple: llegar a Zaruma y tomar su famoso café. Se me ocurrió que un viaje largo puede ser una buena terapia para olvidar malos momentos. Seicientos kilómetros no son poca cosa, pero siempre he preferido una locura que me entusiasme a una verdad que me derrumbe. El paisaje cambia a medida que cae la tarde; el verde intenso se vuelve más bien terroso. Otra vegetación y otra luz me dicen que es un buen momento para hacer algunas fotos a la vez que mi perruno amigo y yo estiramos las piernas. Una flor solitaria posa para mí estoicamente aguantando la postura a pesar del viento. Al contrario de lo que pensaba Rodríguez no tiene mucho ánimo para caminar, me toma unos segundos encontrar el por qué; tiene hambre y sed; por suerte para él, puedo satisfacer su necesidad con solo ir hasta la parte posterior del carro y sacar las provisiones. ¿Pero que hay de mi? Yo también tengo hambre y no veo un restaurante cercano. En realidad, aparte de uno que otro vehículo veloz, no veo una sola casa, ni gente ni animales, estamos solos en medio de las montañas. Seguimos rodando, hace rato que el sol bajó del medio día, pero el calor sigue siendo sofocante. Después de atravesar un largo bosque de pinos partido en dos por la carretera, recibo de un cartel la bienvenida a Oña, pueblito que evoca al viejo oeste de las películas. A corta distancia diviso en letras rojas el anuncio salvador: “Restaurant la Guarida”. Tengo el apetito a flor de boca, decido detenerme dispuesta a probar sea cual fuere la especialidad. Una jovencita me saluda con sonrisa mínima y antes de que le pregunte, me dice que solo tienen cecinas. ¡Excelente!, digo yo emocionada _Quiero un plato_ ,sin tener idea en que consiste. Mientras mato la sed con una cerveza fría saco el mapa para ubicarme. Calculo que llegaré algo entrada la noche; menos mal, no tengo prisa. Rodríguez se pierde un rato por la maleza, respeto su intimidad, yo por mi lado doy una vuelta por el establecimiento. Curiosa decoración, las paredes alardean afiches de divas y divos criollos cuidadosamente enmarcados: Tierra Canela, Stars Band, Sol y Arena, Sin Censura y otritos me miran con actitud sabrosa. Una voz adolescente me saca del paseo por la farándula tropical para decirme que mi plato está servido. Se ve exquisito, no lo puedo negar. Hubiera querido ejercer mi condición de turista para preguntar a la mesera algún dato sobre la preparación pero me hace notar que esta muy ocupada como para conversar. No importa, eso no es impedimento para mí. Alguien más amable me cuenta que las cecinas son una suerte de carne de cerdo adobada con sal y comino que se deja orear al sol en tendederos, como ropa recién lavada, antes de pasarla a la sartén. Realmente es algo digno de probar, una carne de sabor bastante fuerte acompañada de papas cocidas, ensalada de zanahorias y unos maduros fritos que saben a gloria. Buena vianda para un viajero. Con las fuerzas recuperadas vuelvo al carro resuelta a no parar hasta encontrar el legendario café zarumeño. Todavía estoy a unas cuantas horas de mi destino, pero la puesta de sol en la cordillera me hace pensar que la aventura ha valido la pena, lejos quedó la tristeza, me he dejado atrapar por el disfrute de las cosas sencillas. Pongo música, esta vez suena más alegre. A pesar del cansancio llego a Zaruma ciertamente en paz, son como a las diez de la noche. Anticipándome a la casi segura negativa de aceptar como huésped a mi cachorro acompañante, ensayo mi mejor sonrisa antes de entrar en el hostal ubicado en una esquina del parque, pero en honor a la verdad, no es mi sonrisa la que consigue la habitación sino el mismo Rodríguez, que con su carita inocente convence a la dueña de que no hará destrozos en su propiedad. Vencido el obstáculo dormimos como angelitos hasta que el exceso de luz nos obliga a abrir los ojos. Otro día brillante. Rodríguez quiere olfatear todo. Estamos en lo que se conoce como el Centro Histórico de Zaruma, la arquitectura es impresionante; madera, tejas y balcones, cada rincón parece sacado de una postal; una ciudad preciosa, congelada en el tiempo, que todavía alumbra sus noches con faroles. Conserva una estética tan armoniosa que hasta los rótulos son decorativos. La gente camina sin prisa, parece que aquí todavía es posible encontrarse casualmente con un amigo y sentarse al rededor de la pileta a conversar. Estoy fascinada. Quien tuvo la idea de declararla Patrimonio Cultural del Ecuador acertó completamente, Zaruma es una joya. Tengo una tarea que cumplir, la razón por la que he cruzado el país. Me dejo guiar por el aroma, eso nunca falla. Entro en un pequeño lugar pintado de verde donde una sonriente señora me sirve una humeante taza. Antes de consumar la misión recapitulo las últimas horas: el dolor, el asombro, la fatiga. Me siento como aquellos exploradores audaces, que en siglos pasados arriesgaban la vida para llegar a estas mismas tierras en busca de leyendas doradas. Heme aquí, frente a mi propia leyenda de color negro. Lo he logrado. Cierro los ojos apreciando todos los matices del sabor, delicioso en verdad, una experiencia que vale oro. Ahora sí, estoy lista para desayunar, pido una porción de tigrillo, la mujer me explica que prepararlo toma tiempo, pregunta si estoy dispuesta a esperar. _Por supuesto_ respondo, _ siempre y cuando me provea del café necesario_. Termino tres tazas hasta que me presenta sobre la mesa el manjar esperado. ¡Espectacular! Hilos de queso se estiran cada vez que tomo un bocado. La mixtura del plátano verde, queso y huevo resulta maravillosa. Quedo satisfecha, pero la aventura aún no termina. 
He dado una larga caminata conociendo y fotografiando los ángulos más pintorescos; he visitado el museo, la iglesia y algunas tiendas de artesanía. Me agobia el calor, vuelvo a la plaza principal buscando algo que me refresque, entro a un bar cautivada por las fotos en sepia y los afiches del Che que adornan sus paredes; la música va a tono con el sitio: Nueva Trova Cubana. En este pequeño oasis me salvo de la ignición con un estupendo, jugoso y original helado de higo, si, de higo. Me repito la ración dos veces. El ambiente es bueno, permanezco allí hasta la hora del almuerzo y aprovecho para degustar otro plato típico de la zona: el exquisito Repe, hecho a base de guineo, quesillo, sal y culantro. No necesito más por ahora, nada, excepto café por supuesto. La cacería del café es uno de los rituales que más disfruto en todos mis viajes, aunque siendo sincera, explorar calles y callejuelas desconocidas siguiendo su rastro, no siempre me ha traído gratos desenlaces. En esta ocasión, luego de subir y bajar varias veces por la quebrada topografía de la ciudad, hallo esa palabrita de cuatro letras estacionada sobre una vitrina de postres. Definitivamente estoy de suerte. Para cuando llega la noche, siento que Zaruma me ha mimado como al pariente querido que viene de lejos; me ha acogido con toda su hospitalidad, su calidez, su mejor comida; me ha convencido de que la vida es buena, no hay espinas que matan; como si fuera poco, también me ha llenado la maleta con dulces de maní para llevar a casa. La gente, las callecitas empinadas, los faroles, la pileta me invitan a volver. Estoy segura de que lo haré. Ya cumplida mi misión me esperan seiscientos kilómetros de vuelta a Quito, a mi rutina, pero me siento fuerte, lo suficiente para escuchar a Claudia de Colombia y cantar su canción con una sonrisa.

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